viernes, 27 de marzo de 2009

Historias¡¡¡

Manual de palabras que no han sido escuchadas.


Supongo que mi madre se dio cuenta de que lo miraba con mucha curiosidad. Se acercó a mi hombro disimuladamente y sin perder el paso me dijo: se llama Rufino de joven era muy guapo. Se refería al hombre que iba caminando hacía nosotros. Mediana estatura con unas bermudas azules y una guayabera de un blanco angelical. Después del comentario me sentí con la libertad de analizarlo cuidadosamente casi descaradamente. Sí me cuestionaba sobre mi análisis podría argumentarle que buscaba esa belleza perdida en ese rostro que resultaba tan agresivo a la vista. No es que el hombre tuviera rasgos mal hechos. Al contrario su construcción ósea era armónica y tenía una nariz especialmente suave sin embargo no podías mantener los ojos en su rostro. Quizás por que era demasiado delgado y un tanto chupado. O tal vez por sus arrugas que parecían surcos desordenados. Pero más bien era por sus ojos. Tenía una mirada pesada. No era nostálgica porque no había añoranza. Era una especie de resentimiento algo que había sido frustración y ahora tan sólo era resignación.


Los tres caminábamos sobre una de las calles que lleva a la plaza principal del pueblo. Me gustaría decir el nombre de la calle pero creo que no tenía y si lo tenía yo nunca me entere. Era una calle medianamente larga con casas a cada lado. Todas bien hechas y de aparente prosperidad. Pintadas a dos colores: la parte de abajo de un color más intenso que la de arriba. Colores pintorescos. Muy mexicanos. Azul, rojo, blanco y algún verde atrevido que resaltaba de entre todas. Mi madre caminaba rápido y yo le seguía el paso. Íbamos en silencio. Captando los colores que desfilaban orgullosos en cada rincón. Árboles verdes con unas flores lilas que emergían curiosas y unas bugambilias rojas y moradas que aparecían en casi cada pared. Cuando el hombre estaba más cerca de nosotros yo camine más despacio quería captar todo lo que me fuera posible. Él caminaba con una especie de flojera orgullosa. Un observador descuidado habría pensado que miraba, como nosotros, la paleta de colores provincianos pero no era así. No miraba nada. Iba imaginando. Quizás recordando, aferrándose a algún momento que se negaba a olvidar. Había algo de desesperación. De ansía. No sé que es lo que pensaba. Mis observaciones no son tan profundas. Lo que sí sé es que ese “algo” era para él como un ancla que lo mantenía en tierra. Sabía que si lo perdía estaría condenado a la locura o tal vez a la realidad.


Todos hemos sentido en algún momento el llamado de una mirada observándonos. Es como una especie de comunicación. Esa tarde el hombre sintió mi mirada y por un instante salió de su profunda contemplación. Me miró casi con la misma curiosidad con la que yo lo veía. Al principio fue algo erótico. Luego se convirtió en una especie de reconocimiento. Me miró y lo adivinó. Estaba a punto de pararse y hablarme pero lo detuvo mi madre que lo veía amenazante. Estoy seguro que de haber ido sólo, se habría detenido a decirme algo: cualquier cosa. El momento plantaría las palabras. Habrían sido mensajes que él aguardaba por decir. Escondidos en la censura. Olvidados en algún rincón oscuro pero preparados para salir. Ordenados estratégicamente. Todos con un sentido vital y profundo. Palabras que esa tarde él estaba listo para pronunciar pero que tuvo que callar una vez más. Le dolían de no decirlas. Fueron unos segundos los que estuvimos casi de frente, nos miramos a los ojos. Luego seguimos caminando y yo no volteé la mirada pero estoy seguro que él sí lo hizo. Se detuvo a la sombra de algún arbusto y miró como me alejaba. Pensó en todo lo que quería decirme pero no pudo adivinar lo que yo le contestaría. Esas palabras no las conocía. Sabía que existían pero le eran desconocidas. Ajenas. Prohibidas. Y él quería escucharlas... necesitaba escucharlas porque ya se había cansado de desearlas, de soñarlas. Y yo seguí caminando y él miraba a la sombra de un arbusto como se alejaban esas palabras que él jamás había escuchado.


Cuándo mi madre me dijo que nos quedaríamos toda la semana santa en el Pueblo esperó que mi reacción fuera negativa. Tenía un discurso preparado y muchas ideas para convencerme. No fue necesario. No entendió porque había aceptado. Tal vez pensó que era la comida preparada en ollas de barro, o los olores que emergían de todas partes o quizás simplemente porque no tenía ganas de discutir porque el calor de alguna manera me había domado. Imaginó muchas cosas pero seguramente no pensó que me quedaba porque quería conocer al hombre de la mirada pesada. No era carnal. No había un sólo rasgo de su físico que encontrará atractivo. Casi me repugnaba y aun así necesitaba hablarle. Necesitaba mirarlo por un largo rato. Necesitaba escuchar lo que tenía que decirme porque yo estaba seguro que había algo que necesitaba saber.

Desde nuestro fugaz encuentro me obsesione con saberlo todo sobre él. Pregunte a quien lo conocía. Trate de parecer ocioso. Un hombre que dice ser mi tío pero que es más bien un amigo de la familia me dijo que todos en el pueblo dicen que es homosexual, no uso esa palabra dijo: maricón. La pronunció queda pero burlonamente. Su boca se abrió por completo para decir la oración. Me miró fijamente esperando mi reacción. Trate de parecer tranquilo pero curioso. Él siguió hablando. Se preguntaba porque me interesaba pero estaba demasiado aburrido para pensar y de alguna manera encontraba divertido contarme la historia de Rufino Guerra. Pensó que no tenía nada mejor que hacer y en realidad le gustaba contar historias. Le gustaba escuchar sus acentos pronunciados y el énfasis provocador que le daba a algunas palabras. Le gustaba escuchar su entonación acomodada meticulosamente en las ideas que quería resaltar. Hablaba lento y con un aire de misticismo exagerado. Buscaba detenidamente cada palabra parecía que con cada adjetivo fijaba su posición hacía la vida. Algunas partes de la historia las mezclaba con una especie de filosofía popular que no entendía del todo. Su monologo fue largo y al final me di cuenta que aquel extraño me había contado parte de su vida entre las líneas de una historia que no era la suya. Me dijo tantas cosas pero tan pocas sobre Rufino: que era homosexual ya lo sabía lo supe desde que lo vi. Que estaba casado con una mujer deprimida, quizás porque se sentía culpable de los exóticos gustos de su marido. Que tenía dos hijos que los visitaban con frecuencia. Que vivía en una casa cercana pero separada de la de su esposa. Que la gente rumoraba que había tenido un romance con un fuereño que vestía camisas de seda desabotonadas en el pecho y que dejaban ver su prominente mechón de vellos. Y que después de que el fuereño lo abandonó se recluyó en su casa por dos meses. Y que invita a su refugio a jóvenes viriles y les da alcohol a cambio de meter su boca en su verga. Y que los huele. Y que se pone vestidos... y me dijo más cosas que no creí porque sonaban a historias que el hombre inventaba para alimentar su morbo ignorante. Estaba a punto de contarme otro detalle que parecía interesante pero de repente como si se diera cuenta que había dicho ya demasiadas cosas se marchó precipitadamente por una calle larga que conectaba a un lugar que parecía el fin del mundo. Yo lo seguí unos pasos y me detuve esperando que se diera vuelta y me contará aquello que estuvo a punto de decirme. Permanecí parado a la mitad de la calle hasta que el sol me quemó demasiado y me di cuenta que ya no regresaría. Volví a la casa de mi abuela y tomé un vaso de agua y las gotas que me escurrieron por el cuello me recordaron lo caliente que estaba mi cuerpo.


En el transcurso de la tarde salí a la calle infinidad de veces con múltiples excusas pero siempre con la intención de encontrarlo. No sucedió. Sin embargo estaba decidido a hablar con él. La última vez que salí en su búsqueda ya con la luna acomodada en el cielo decidí que si al otro día la casualidad no nos topaba tendría que intervenir en el trabajo del destino. Volví a la casa con esa determinación. Dentro se estaba llevando a cabo una reunión familiar que incluía alcohol y unos platillos que al principio no reconocí pero que sin embargo no dude en probar. Mi familia, tradicional como es cumplía con puntual obediencia los mandatos eclesiásticos de no comer carne en Semana Santa a mi esas ideas siempre me parecieron una estupidez, pero ¿qué precepto eclesiástico no lo es? Durante toda la noche seguí pensando en Rufino Guerra y en lo poco que sabía de él. Traté muchas veces de retener la imagen de su rostro en mi mente y aferrarme a sus ojos que de repente parecían como un espejo. El ruido de mi familia platicando de muchas cosas. Como si estuvieran obsesionados con agotar todos los temas de conversación posibles para llegar a un silencio apresurado que sólo originaría una tanda más de temas que al final no eran más que los otros disfrazados con palabras nuevas que ya habían sido pronunciadas. Mis pensamientos necios aderezados con comida de cuaresma. Un hombre que sólo había visto una vez y que de repente ocupaba todas mis ideas. Toda mi energía. Pensaba en lo que podría estar haciendo. En lo que podría estar pensando. Lo imaginaba en un lugar oscuro que poco a poco se iba iluminando con los pequeños detalles que me inventaba como complemento de su cotidianeidad. Trataba de crearle una voz que se iba volviendo más real y luego desaparecía y se convertía en una más suave y luego en una más aguda y al final era una voz que se parecía a la mía. Y ¿qué cosas decía? Palabras sueltas al principio. Sin sentido. Palabras que tal vez no existían. Y luego palabras que se colaban del comedor familiar y que luego se iban convirtiendo en otras que yo le ponía. Y al final la imagen se iba desvaneciendo y las palabras se perdían y la voz se callaba y luego la cara resplandecía y sólo quedaban los ojos. Unos ojos que eran como espejo. Y después me daba cuenta del comedor familiar y ahora hablaban de algo que debía ser política. Y yo los veía y me reía como si asintiera. Y después seguía comiendo los platos de cuaresma. Y bebiendo algo que ya no sabía que era. Y cuando el comedor quedó vació me levanté y fui a la cama. No me quité la ropa y a pesar del calor no tarde en quedarme dormido.

Tuve un sueño muy extraño. No soy de esas personas que les de mucha importancia. He escuchado como algunos intentan recordar cada detalle que después interpretan como mensajes del subconsciente. Yo soy escéptico. Creo que es una idea muy elaborada. Además aunque creyera casi nunca recuerdo mis sueños será porque mi subconsciente es muy huraño. Sin embargo ese sueño me sigue resultando tan claro y tan detallado. Era la misma calle larga que llevaba a la plaza principal del pueblo. Vacía. Con un viento llorón que llevaba en sus faldas hojas secas pegadas. Dos personas caminando. Hombre y mujer. En silencio y con una marcha que parecían saber de memoria. Sus ropas eran iguales y parecían uniformes. Al principio pensé que los que caminaban eran mi madre y yo pero luego sus rostros me aparecieron como si una cámara los enfocará con esmerado detalle. No tenían rostro. No había nariz ni boca ni mucho menos ojos sólo una mancha de color piel que cubría todo el espacio de la cara. De pronto de la nada frente a ellos pero distanciados por unos cien metros aparecía un tercer hombre. Con unas ropas diferentes. Una especie de gabardina que le cubría todo el cuerpo. El hombre caminaba con un paso decidido. No podía ver los detalles que me rebelarán su identidad. Y entonces cuando estuvo frente a los personajes sin rostro pude ver el suyo: era el mió. Entonces lo entendí. Sentí mi cuerpo mojado en sudor. Abrí los ojos. Vi el sol. Me metí a la regadera y me dije en silencio que al terminar iría a la casa de Rufino Guerra.


No fue mucho el tiempo que permanecí inmóvil frente al portón negro que me separaba de Rufino. La verdad es que pensaba en muchas cosas pero el impulso que sentía por tocar la puerta y terminar de una vez con todo era más poderoso. Sin embargo no podía dejar de preguntarme cual sería el pretexto para tocar esa tarde su puerta. ¿Cómo explicaría mi presencia? Muchas ideas pasaban por mi cabeza pero al final todas parecían estúpidas y terminaban dejándome en la misma situación: sin ninguna razón lógica para estar ahí, frente al portón negro. No podía evitar pensar que el hombre pensaría que mis razones eran eróticas. Lo que menos quería era que Rufino Guerra confundiera mi visita puramente existencial con una de fin sexual. Una decena de veces puse mi mano en el timbre pero me arrepentía y volvía a pensar en algún pretexto que después se desvanecía y repetía la secuencia, así fue hasta que a la mitad de todo sentí una presencia justo detrás. Me voltee precipitadamente como fingiendo que la situación me sorprendía. Dije una oración torpe que ni siquiera recuerdo porque quizás estaba compuesta de palabras que no se conocen. Él en cambio actuaba como si yo fuera un visitante regular. Me saludó dándome la mano. Una mano suave que no quise apretar en exceso porque me pareció demasiado frágil. Como de anciana. Me dijo unas palabras acerca del clima y me miró cautelosamente como esperando mi reacción para comprobar si mi visita no era una equivocación. Yo contesté cualquier cosa pero en un tono amigable y hasta alegre que él interpretó inmediatamente y correspondió invitándome a entrar en su casa. Sacó de entre una bolsa llena de frutos, que parecían puestos a propósito para formar una pintura armoniosa y campirana, una llave que compartía con otras un llavero que me pareció femenino. No pude evitar mirarlo con cierta ironía y él se dio cuenta y lo ocultó con su mano que ahora me pareció más vieja y después declamó una nerviosa justificación que no sirvió de nada y yo simplemente contesté que me parecía bonito. No dijo nada pero suspiró como si mis palabras le dieran tranquilidad. Por fin logró abrir la puerta y yo me ofrecí a ayudarlo con la bolsa de frutas que parecía más ligera de lo que en realidad era. Dimos unos pasos y nos detuvimos casi en la mitad de un jardín repleto de rosas.


Había de muchos colores y no disimulaban el empeño que se ponía en su cuidado. Rufino me hizo un comentario acerca de ellas y me pude dar cuenta que eran su orgullo. Sin embargo a mi las rosas no me producen ninguna emoción y sólo podía pensar lo molesto que debe ser su mantenimiento. Él en cambio las miraba como si supiera su historia y estuviera ansioso de contarla. Quise ser amable y pensé en algún cumplido. Compuse algunos pero todos sonaban tan vacíos. No se puede hablar de algo que no te inspira ninguna emoción. Al final sólo me acerque a una de las rosas que reposaba junto a una maceta blanca que presumía una elegancia anticuada y la toque como acariciándola. El gesto le pareció un cumplido y se soltó a explicarme un proceso que recitaba como un escritor describiría su método creativo. Yo asentía con la cabeza y repetía la misma expresión de admiración. La repetí hasta que se dio cuenta que estaba protagonizando un monólogo y repentinamente guardó silencio. Se quedó callado como si entrará en una meditación profunda y luego su cara adoptó un gesto que parecía temor a que me aburriera y lo dejará. Entendí que no tenía muchas visitas. No al menos, como la que yo le hacía. Atravesamos el jardín de rosas y de macetas toscas y entramos a la casa. Mi primera impresión fue pensar que había sido decorada por su esposa. Pero él miraba cada detalle como si lo entendiera profundamente. Buscar un estilo que definiera la decoración sería una misión confusa. Había de todo un poco. Cortinas vaporosas que se parecían al terciopelo. Carpetas tejidas que por alguna extraña razón me parecieron hechas por él. Cuadros de paisajes campiranos que miraba como si buscará en ellos un refugio de algo que yo no entendía. Fotografías en blanco y negro que retrataban mujeres que me resultaban familiares, en medio de todas esas extrañas sobresalía la de un hombre con una pose poco creíble que vestía una camisa de seda y dejaba ver su prominente pelo en pecho. No lo conocía pero sabía quién era. Rufino esperó paciente a que yo recorriera en silencio cada rincón de su estancia. Caminaba detrás de mi como esperando a que me surgiera alguna duda que él sin duda podría resolver. Yo permanecí en silencio. No hacía falta la descripción el mensaje era demasiado claro. Se alejó de mí y se acercó a una consola de madera fina que me pareció lo único que yo conservaría. Puso un disco de vinilo que salió de un empaque que tenía de imagen central el rostro de una mujer en blanco y negro: música que me remontó al México de las noches de cabaret. Después de tanto soportar la pena de sentir tu olvido... Yo seguí caminando como si estuviera en un museo. De reojo vi como Rufino Guerra preparaba unos tragos mientras bailaba tímidamente la música que a mi me sonaba como a una mezcla de tango con bolero. Me acerqué a él y me dio la impresión de que quería besarme entonces me detuve y estiré la mano para tomar el vaso con whisky. Él sintió mi rechazo y se perdió en la balada que sonaba de fondo. Pensé que recordaba pero me di cuenta que en realidad veía la foto del hombre de las camisas de seda. Hice lo mismo y quise decir algo pero él se adelanto. Su voz sonaba más suave y se parecía a la de la mujer que cantaba: Se llama Pedro. Yo guardé silencio porque esperaba escuchar alguna historia. No dijo nada. Me quedé frente a la fotografía y la miré con tanto cuidado que noté detalles que me habían pasado desapercibidos. Rufino ya se había sentado en un sillón que estaba frente a una ventana. Su voz adquirió un tono verdoso: ¿Te ha pasado que hay cosas que no sabes cómo decir? No supe que contestar pero presentí que no esperaba respuesta. Deje de mirar la fotografía y me senté en un sillón que también daba a una ventana. Le pedí más Whisky y él se levanto enseguida.


Cuando pasó junto a mi dejó un aroma que se parecía a la lavanda. De la ventana entró una corriente que lo dispersó y lo sustituyó por otro que no supe distinguir. Él me dijo que le gustaban los vientos de Semana Santa yo le contesté cualquier cosa y lo vi sonreír. Me di cuenta que era la primera vez que lo hacía.


Atl Mendarte

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